ÉXODO

De la serie Objetos punzantes

Piezas breves de Ruth Vilar



El JOVEN, animoso, se planta frente al público. 

JOVEN: Salgo a por un pan chico, un pedazo de queso tierno, una ciruela dulce y un cuartillo de vino para pasar el día. Me dicen: “Lo que tú necesitas, si es que quieres comer, es un trabajo duro”. Así que sigo andando y busco quien me emplee. Soy un obrero recio y confío en ganarme al menos medio pan chico, un pedazo de queso seco, una ciruela verde y un buche de vino aguado, no vayan a tomarme por un aprovechado y a echarme de los sitios con cajas destempladas. Allá donde me ofrezco, me replican: “Para darte trabajo, ¿dónde traes las recomendaciones?”. No me dejo amedrentar por ese inconveniente y me voy a llamar a las puertas de madera maciza, intuyendo que una credencial pesará más si la firma un señorón. Aldabonazo tras aldabonazo, las casonas permanecen mudas. Hasta que un paseante con bastón se compadece de mí y me aclara: “Para ganar padrinos, préstales tú un servicio que ellos agradezcan”. ¿Un servicio? ¿Y cuál? Casi es mediodía: sol, sed y hambre aprietan. Me apuesto decidido frente a la escalinata del palacete donde se citan principales a fumar, a beber y a dirigir el mundo. Allí los espero, hasta que tambaleantes regresan a sus casas. Los vitoreo con gritos alegres, los honro con profusas reverencias y canto con voz firme y afinada el himno que les pegue. Al final, rodilla en tierra, ruego: “Buen señor, yo quisiera un trabajo bien arduo para poder ganarme un mendrugo de pan y una porción modesta de queso…”. Ni me ven, ni me escuchan, o eso es lo que fingen. Cuando se han ido todos, dos ujieres me chistan y proceden a aleccionarme: “Ese servicio que tú crees prestarles, nada vale. Puede hacerlo cualquiera”. Y se inclinan alternativamente, y dan chillidos como doncellas que huyen de un ratón, burlándose de mí. Aún dicen más: “Encima tu menú es opíparo. Pide menos y da más”. ¿Qué más? Al unísono, con aire dignísimo: “Aprende un oficio respetable”. Como el suyo, supongo. Reemprendo la marcha. Pregono mi intención: “¡Un aprendiz! ¿Quién quiere un aprendiz?”. Taller tras taller obtengo evasivas y ceños fruncidos. Media la tarde cuando un artesano me habla con franqueza: “Los oficios dan poco y somos demasiados a repartírnoslo. Nadie te va a enseñar. Sería atarse una soga al cuello”. Y yo: “¿De dónde saco entonces un mendrugo y medio buche de agua?”. He renunciado al queso y la ciruela, como me aconsejaron los ujieres. “Por el agua, pierde cuidado, chico: a veces llueve. Lo del pan tiene peor arreglo. Desde el ‘Éxodo’ no ha vuelto a llover pan.” Ahora que anochece, de las casas decentes se escapa este aroma suculento. ¿Tendré derecho siquiera a olisquearlo? 

El JOVEN, temeroso, respira hondo mirando a ambos lados.